domingo, 13 de abril de 2014

RESUMEN DE LOS PRIMEROS SEIS CAPÍTULOS DEL LIBRO EL LABERINTO DE LA SOLEDAD DE OCTAVIO PAZ



COLEGIO DE ESTUDIOS SUPERIORES Y DE ESPECIALIDADES DEL ESTADO DE OAXACA


ALUMNA:
 LUISA PETRONA MANUEL RUÍZ

ESPECIALIDAD:
PSICOLOGÍA IV

MATERÍA:
PSICOLOGÍA DEL MEXICANO

CATEDRÁTICO:
LIC. JORGE ALBERTO CRUZ TORRES

TRABAJO:

RESUMEN DE LOS PRIMEROS SEIS CAPÍTULOS DEL LIBRO EL LABERINTO DE LA SOLEDAD DE OCTAVIO PAZ


HCA. CD. DE JUCHITÁN DE ZARAGOZA OAXACA A ABRIL DE 2014

EL PACHUCO Y OTROS EXTREMOS
El descubrimiento de nosotros mismos se manifiesta como un sabernos solos; entre el mundo y nosotros se abre una impalpable, transparente muralla: la de nuestra consciencia. Es cierto que apenas nacemos nos sentimos solos; pero niños y adultos pueden trascender su soledad y olvidarse de sí mismos a través de juego o trabajo.
Como es sabio, los “pachucos” son bandas de jóvenes, generalmente de origen mexicano, que viven en las ciudades del sur y que se singularizan tanto por su vestimenta como por su conducta y lenguaje. Los “pachucos” no reivindican su raza ni la nacionalidad de sus antepasados, El “pachuco” no quiere volver a su origen mexicano; tampoco -al menos en su apariencia- desea fundirse a la vida norteamericana. Todo en él es impulso que se niega así mismo, nudo de contradicciones, enigma. Y el primer enigma es su nombre mismo: “pachuco”, vocablo de incierta filiación, que dice nada y dice todo.
El pachuco ha perdido toda su herencia: lengua, religión, costumbres, creencias. Solo le queda un cuerpo y un alma a la intemperie, inerme ante todas las miradas. Su disfraz lo protege y, al mismo tiempo, lo destaca y lo aísla: lo oculta y lo exhibe. El pachuquismo es una sociedad abierta-en ese país en donde abundan religiones y atavíos tribales, destinados a satisfacer el deseo del norteamericano medio de sentirse parte de algo más vivo y concreto que la abstracta moralidad del American way of life-. El traje del pachuco no es un uniforme ni un ropaje ritual. Es, simplemente, una moda. Los pachucos se advierten una ambigüedad: por una parte, su ropa los aísla y los distingue; por la otra, esa misma ropa constituye un homenaje a la sociedad que pretenden negar. Niega la sociedad de que procede y a la norteamericana. La realidad, esto es, el mundo que nos rodea, existe por sí misma, tiene vida propia y no ha sido inventada, como en los Estados Unidos por el hombre. El mexicano se siente arrancado del seno de esa realidad, a un tiempo creadora y destructora, Madre y Tumba. La historia de México es la del  hombre que busca su filiación, su origen. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son rico y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución industrial y nosotros en la Contrarreforma, en el Monopolio y el Feudalismo. Los norteamericanos quieren comprender; nosotros contemplar. Son activos; nosotros quietistas: disfrutamos de nuestras llagas como ellos de sus inventos. Para los norteamericanos el mundo es algo que se puede perfeccionar; para nosotros, algo que se puede redimir. Ellos son modernos. Nosotros como sus antepasados puritanos, creemos que el pecado y muerte constituyen el fondo último de la naturaleza humana.
MÁSCARAS MEXICANAS
Viejo o adolescente, criollo o mestizo, general, obrero o licenciado, el mexicano se me aparece como un ser que se encierra y se preserva: máscaras el rostro y máscara y la sonrisa. Plantado en su arisca soledad, espinoso y cortes aun tiempo, todo le sirve para defenderse: el silencio y la palabra, la cortesía y el desprecio, la ironía y la resinación. En suma, entre la realidad y su persona establece una muralla, no por invisible menos infranqueable, de impasibilidad y lejanía. El mexicano siempre está lejos, lejos del mundo y de los demás. Lejos, también, de sí mismo.
El mexicano puede doblarse, humillarse (agacharse), pero no “rajarse” esto es, permitir que el mundo exterior penetre en su intimidad. “el rajado” es de poco fiar, un traidor o un hombre de dudosa fidelidad que cuenta los secretos y es incapaz de afrontar los peligros como se deben. Las mujeres son seres inferiores porque, al entregarse, se abren. Su inferioridad es constitucional y radica en su sexo, en su “rajada”, herida que jamás cicatriza. La mujer mexicana, como todas las otras, es un símbolo que representa la estabilidad y continuidad de la raza. El mal radica en ella misma; por naturaleza es un ser “rajado”, abierto. Más, en virtud de un mecanismo de compensación fácilmente explicable, se hace virtud de su flaqueza original y se crea el mito de la “sufrida mujer mexicana”.
El mexicano tiene tanto horror a las apariencias, como amor le profesan sus demagogos y dirigentes. Por eso se disimula su propio existir hasta confundirse con los objetos que lo rodean. Y así, por miedo a las apariencias, se vuelve solo Apariencia. Aparenta  ser otra cosa e incluso prefiere la apariencia de la muerte o del no ser antes que abrir su intimidad y cambiar. No sólo nos disimulamos a nosotros mismos y nos hacemos transparentes y fantasmales; también disimulamos la existencia de nuestros semejantes. Los disimulamos de manera más definitiva y radical: los ninguneamos. El ninguneo es una operación que consiste en hacer de alguien, ninguno. Don Nadie padre español de Ninguno, posee don, vientre, honra, cuenta en el banco y habla con voz fuerte y segura. Don Nadie llena al mundo con su vacía y vocinglera presencia.
TODOS SANTOS, DÍA DE MUERTOS
El SOLITARIO mexicano ama las fiestas y las reuniones políticas. Todo es ocasión para reunirse. Cualquier pretexto es bueno para interrumpir la marcha del tiempo y celebrar con festejos y ceremonias hombres y acontecimiento. Somos un pueblo ritual. Son incalculables las fiestas que celebremos y los recursos y tiempo que gastamos en festejar. La fiesta no es solamente un exceso, un desperdicio ritual de los bienes penosamente acumulados durante todo el año. También es una revuelta, una súbita inserción en lo informe, en la vida pura. A través de las fiestas la sociedad se libera de las normas que se ha impuesto.
Todos forman parte de la fiesta, todos se disuelven en su torbellino. Cualquiera que sea su índole, su carácter, su significado, la fiesta es  participación. Este raso la distingue finalmente de otros fenómenos y ceremonias: laica o religiosa, orgia o saturnal, la fiesta es un hecho social basado en la activa participación de los asistentes. Gracias a las fiestas el mexicano se abre, participa, comulga con sus semejantes y con los valores que dan sentido a su existencia religiosa o política. Y es significativo que un país tan triste como el nuestro tenga tantas y tan alegres fiestas. El mexicano no intenta regresa, sino salir de sí mismo, sobre pasarse. Entre nosotros la fiesta es una explosión, un estallido. Muerte y vida júbilo y lamento, canto y aullido se alían en nuestros festejos, no para recrearse o reconocerse, sino para entredevorarse.
La muerte es  intransferible como la vida. Si no morimos como vivimos es porque realmente no fue nuestra vida la que vivimos: no nos pertenecía como no nos pertenece la mala suerte que nos mata. Dime como mueres y te diré quién eres. La muerte mexicana es el espejo de la vida de los mexicanos. Ante ambas el mexicano se cierra, la ignora.
El culto a la vida, si de verdad es profundo y total, es también culto a la muerte. Ambas son inseparables. Una civilización que niega a la muerte, acaba por negar a la vida. El mexicano, según se ha visto en las descripciones anteriores, no trasciende su soledad. Al contrario se encierra en ella. Nuestra impasibilidad recubre la vida con la máscara de la muerte, nuestro grito desgarra esa máscara y sube al cielo hasta distenderse, romperse y caer como derrota y silencio. Por ambos caminos el mexicano se cierra al mundo: a la vida y a la muerte.
LOS HIJOS DE LA MALINCHE
Lo extraordinario de nuestra situación reside en que no solamente somos enigmáticos ante los extraños, sino ante nosotros mismos. Un mexicano es un problema siempre, para otro mexicano y para sí mismo. Las circunstancias históricas explican nuestro carácter en la medida que nuestro carácter también las explica a ellas. Ambas son lo mismo.
En nuestro lenguaje diario hay un grupo de palabras prohibidas, secretas, sin contenido claro, y cuya mágica ambigüedad confiamos la expresión de las más brutales o sutiles de nuestras emociones y reacciones. Palabras malditas, que solo pronunciamos en voz alta cuando no somos dueños de nosotros mismos. Confusamente reflejan nuestra intimidad: las explosiones de nuestra vitalidad las iluminan y las depresiones de nuestro ánimo las oscurecen. Esa palabra es nuestro santo y seña. Por ella y en ella nos reconocemos entre extraños y a ella acudimos cada vez que aflora nuestros labios la condición de nuestro ser. Conocerla, usarla, arrojándola al aire como un juguete vistoso o haciéndolo vibrar como un arma afilada, es una manera de afirmar nuestra mexicanidad. Toda la angustiosa tensión que nos habita se expresa en una frase que nos viene a la boca cuando la cólera, la alegría o el entusiasmo nos lleva a exaltar nuestra condición de mexicanos: ¡Viva México, hijos de la Chingada! Verdadero grito de guerra, cargado de una electricidad particular, esta frase es un reto y una afirmación, un disparo, dirigido contra un enemigo imaginario y una explosión en el aire.
¿Quién es la Chingada? Ante todo, es la Madre. No una Madre de carne y hueso, sino una figura mítica. La Chingada es una de las representaciones mexicanas de la Maternidad, como la Llorona o “la sufrida madre mexicana” que festejamos el diez de mayo. La Chingada es la madre que ha sufrido, metafórica o realmente, la acción corrosiva e infamante implícita en el verbo que le da nombre. El verbo denota violencia, salir de sí mismo y penetrar por la fuerza en otro. Y también, herir, rasgar, violar –cuerpos, almas, objetos-, destruir. Para el mexicano la vida es una posibilidad de chingar o de ser chingado. Es decir, de humillar, castigar y ofender.
La Chingada es una es la Madre abierta, violada o burlada por la fuerza. El “hijo de la Chingada” es el engendro de la violación, del rapto o de la burla. El símbolo de entrega es la Malinche, la amante de Cortes. Es verdad que ella se da voluntariamente al conquistador, pero éste, apenas deja de serle útil, la olvida. El niño no perdona a su madre que lo abandone para ir en busca de su padre, el pueblo no perdona su traición a la Malinche. Los malinchistas son los partidarios de que México se abra al exterior: los verdaderos hijos de la Malinche, que es la Chingada en persona. El mexicano no quiere ser ni indio ni español. Tampoco quiere descender de ellos. Los niega. Y no se afirma en tanto que mestizo sino como abstracción: es un hombre. Se vuelve hijo de la nada. Él empieza en sí mismo.
CONQUISTA Y COLONIA
Debe admitirse que los españoles al llegar a México encontraron civilizaciones complejas y refinadas. Mesoamérica, esto es, el núcleo de lo que sería más tarde Nueva España, era un territorio que comprendía el centro y el sur de México actual y una parte de Centroamérica. La diversidad de los núcleos indígenas, las rivalidades que los desgarraban, indica que Mesoamérica estaba constituida por un conjunto de pueblos, naciones y culturas autónomas, con tradiciones propias. Las sociedades estaban impregnadas de religión. La misma sociedad azteca era un Estado teocrático y militar.  Así, la unificación religiosa antecedía, completaba o correspondía de alguna manera a la unificación política. Con diversos nombres, en lenguas distintas, pero con ceremonias, ritos y significaciones muy parecidos, cada ciudad precortesiana adoraba a dioses cada vez más semejantes entre sí.
La llegada de los españoles parece una liberación a los pueblos sometidos por los aztecas. Los diversos Estados-ciudades se alían a los conquistadores o contemplan con indiferencia, cuando no con alegría, la caída de cada uno de sus rivales y en particular del más poderoso: Tenochtitlan. La llegada de los españoles fue interpretada por Moctezuma –al menos al principio- no tanto como un peligro “exterior” si no como el acabamiento interno de una era cósmica y el principio de otra. Los dioses se van por que su tiempo se ha acabado; pero regresa otro tiempo y con él otros dioses, otra era.
La monarquía española nace de una violencia: la que los Reyes Católicos y sus sucesores imponen a la diversidad de pueblos y naciones sometidos a su dominio. La unidad española fue, y sigue siendo, futuro de la voluntad política del estado, ajena a la de los elementos que la componen. A pesar de las contradicciones que la constituyen, la Conquista es un hecho histórico destinado a crear una unidad de la pluralidad cultural y política precortesiana. Frente a la variedad de razas, lengua, tendencias y Estados del mundo prehispánico, los españoles postulan un solo idioma, una sola fe, un solo señor. Si México nace en el siglo XVI, hay que convenir que es hijo de una doble violencia imperial y unitaria: la de los aztecas y la de los españoles.
La humildad de los dioses y la muerte de los jefes habían dejado al indígena en una soledad tan completa como difícil de imaginar para un hombre moderno. El catolicismo le hace reanudar sus lazos con el mundo y el trasmundo. Devuelve sentido a su presencia en la tierra, alimenta sus esperanzas y justifica su vida y su muerte. La religión de los indios, como la de casi todo el pueblo mexicano, era una mezcla de las nuevas y las antiguas creencias. No podía ser de otro modo, pues el catolicismo fue una religión impuesta. Esta circunstancia, de la más alta trascendencia desde otro punto de vista, carecía de interés inmediato para los nuevos creyentes. Lo esencial era que sus relaciones sociales, humanas y religiosas con el mundo circundante y con lo sagrado se habían restablecido. Su existencia particular se insertaba en un orden más vasto. No por simple devoción o servilismo los indios llaman “tatas” a los misioneros y “madre” a la Virgen de Guadalupe.
DE LA INDEPENDENCIA A LA REVOLUCIÓN
La independencia se presenta también como un fenómeno de doble significado: disgregación del cuerpo muerto del Imperio y nacimiento de una pluralidad de nuevos Estados. Conquista e independencia parecen ser momentos de flujo y reflujo de una gran ola histórica, que se forma n el siglo XV, se extiende hacia América, alcanza un momento de hermoso equilibrio en los siglos XVI y XVII y finalmente se retira, no sin antes dispersarse en mil fragmentos.
Nuestra Revolución de Independencia es menos brillante, menos rica en ideas y frases universales y más determinada por las circunstancias locales. Nuestros caudillos, sacerdotes humildes y oscuros capitanes, no tienen una noción tan clara de su obra. En cambio, poseen un sentido más profundo de la realidad y escuchan mejor lo que, a media voz y en cifra, les dice el pueblo. La ideología liberal y democrática, lejos de expresar nuestra situación histórica concreta, la ocultaba. La mentira política se instaló en nuestros pueblos casi constitucionalmente. El daño moral ha sido incalculable y alcanza a zonas muy profundas de nuestro ser. Nos movemos en la mentira con naturalidad. Durante más de cien años hemos sufrido regímenes de fuerza, al servicio de las oligarquías feudales, pero que  utilizan el lenguaje de la libertad. Nuestra Revolución de Independencia jamás manifiesta las pretensiones de universalidad que son, aun tiempo, la videncia y la ceguera de Bolívar. Además, los insurgentes vacilan entre la Independencia (Morelos) y formas modernas de autonomía (Hidalgo). La guerra se inicia como una protesta contra los abusos de la Metrópoli y de la alta burocracia española, sí, pero también y sobre todo contra los grandes latifundistas nativos.
En 1857, México adopta una carta constitucional liberal. Los conservadores apelan a las armas. Juárez  responde con las leyes de Reforma, que acaban con los “fueros” y destruyen el poder material de la iglesia. Derrotado, el partido conservador acude al extranjero y, apoyado por las tropas de Napoleón III, instala en la capital a Maximiliano, segundo emperador de México. La Reforma consuma la Independencia y le otorga su verdadera significación, pues plantea el examen de las bases mismas de la sociedad mexicana y de los supuestos históricos y filosóficos en que se apoyaban.
Si la Conquista destruye templos, la colonia erige otros. La Reforma niega la tradición, más nos ofrecen una imagen universal del hombre. El positivismo no nos dio nada. En cambio mostró en toda su desnudez a los principios liberales: hermosas palabras inaplicables.
BIBLIOGRAFÍA
Paz Octavio, El laberinto de la soledad, Postdata, Vuelta a El laberinto de la Soledad. Fondo de cultura económica.

11 comentarios:

  1. una opinion personal que quisiera compartir ?, es un buen tarbajo porcierto por eso le pido una opinion

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  2. Muy buena interepretación. "Puntos claves de los capitulos"

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  3. me ayudo mucho para hacer mi tarea, gracias

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  4. Mil gracias, te irás al cielo ��

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  5. Muchas gracias me sirvió mucho para mi tarea

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  6. Muy bien, le pusiste entusiasmo, me facilitó el trabajo. muchas gracias!!!

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  7. Gracias, exelente trabajo, sigue así.

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