COLEGIO DE ESTUDIOS SUPERIORES Y DE ESPECIALIDADES DEL ESTADO DE OAXACA
ALUMNA:
LUISA PETRONA MANUEL
RUÍZ
ESPECIALIDAD:
PSICOLOGÍA IV
MATERÍA:
PSICOLOGÍA DEL MEXICANO
CATEDRÁTICO:
LIC. JORGE ALBERTO CRUZ TORRES
TRABAJO:
RESUMEN DE LOS
PRIMEROS SEIS CAPÍTULOS DEL LIBRO EL LABERINTO DE LA SOLEDAD DE OCTAVIO PAZ
HCA. CD.
DE JUCHITÁN DE ZARAGOZA OAXACA A ABRIL DE 2014
EL PACHUCO Y OTROS EXTREMOS
El
descubrimiento de nosotros mismos se manifiesta como un sabernos solos; entre
el mundo y nosotros se abre una impalpable, transparente muralla: la de
nuestra consciencia. Es cierto que apenas nacemos nos sentimos solos; pero
niños y adultos pueden trascender su soledad y olvidarse de sí mismos a través
de juego o trabajo.
Como
es sabio, los “pachucos” son bandas de jóvenes, generalmente de origen
mexicano, que viven en las ciudades del sur y que se singularizan tanto por su
vestimenta como por su conducta y lenguaje. Los “pachucos” no reivindican su
raza ni la nacionalidad de sus antepasados, El “pachuco” no quiere volver a su
origen mexicano; tampoco -al menos en su apariencia- desea fundirse a la vida
norteamericana. Todo en él es impulso que se niega así mismo, nudo de
contradicciones, enigma. Y el primer enigma es su nombre mismo: “pachuco”,
vocablo de incierta filiación, que dice nada y dice todo.
El
pachuco ha perdido toda su herencia: lengua, religión, costumbres, creencias.
Solo le queda un cuerpo y un alma a la intemperie, inerme ante todas las
miradas. Su disfraz lo protege y, al mismo tiempo, lo destaca y lo aísla: lo
oculta y lo exhibe. El pachuquismo es una sociedad abierta-en ese país en
donde abundan religiones y atavíos tribales, destinados a satisfacer el deseo
del norteamericano medio de sentirse parte de algo más vivo y concreto que la
abstracta moralidad del American way of life-. El traje del pachuco no es un
uniforme ni un ropaje ritual. Es, simplemente, una moda. Los pachucos se
advierten una ambigüedad: por una parte, su ropa los aísla y los distingue;
por la otra, esa misma ropa constituye un homenaje a la sociedad que pretenden
negar. Niega la sociedad de que procede y a la norteamericana. La realidad,
esto es, el mundo que nos rodea, existe por sí misma, tiene vida propia y no
ha sido inventada, como en los Estados Unidos por el hombre. El mexicano se
siente arrancado del seno de esa realidad, a un tiempo creadora y destructora,
Madre y Tumba. La historia de México es la del
hombre que busca su filiación, su origen. Algunos pretenden que todas
las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es,
que ellos son rico y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el
Capitalismo y la Revolución industrial y nosotros en la Contrarreforma, en el
Monopolio y el Feudalismo. Los norteamericanos quieren comprender; nosotros
contemplar. Son activos; nosotros quietistas: disfrutamos de nuestras llagas
como ellos de sus inventos. Para los norteamericanos el mundo es algo que se
puede perfeccionar; para nosotros, algo que se puede redimir. Ellos son
modernos. Nosotros como sus antepasados puritanos, creemos que el pecado y
muerte constituyen el fondo último de la naturaleza humana.
MÁSCARAS MEXICANAS
Viejo
o adolescente, criollo o mestizo, general, obrero o licenciado, el mexicano se
me aparece como un ser que se encierra y se preserva: máscaras el rostro y
máscara y la sonrisa. Plantado en su arisca soledad, espinoso y cortes aun
tiempo, todo le sirve para defenderse: el silencio y la palabra, la cortesía y
el desprecio, la ironía y la resinación. En suma, entre la realidad y su
persona establece una muralla, no por invisible menos infranqueable, de impasibilidad
y lejanía. El mexicano siempre está lejos, lejos del mundo y de los demás. Lejos,
también, de sí mismo.
El
mexicano puede doblarse, humillarse (agacharse), pero no “rajarse” esto es,
permitir que el mundo exterior penetre en su intimidad. “el rajado” es de poco
fiar, un traidor o un hombre de dudosa fidelidad que cuenta los secretos y es
incapaz de afrontar los peligros como se deben. Las mujeres son seres
inferiores porque, al entregarse, se abren. Su inferioridad es constitucional
y radica en su sexo, en su “rajada”, herida que jamás cicatriza. La mujer
mexicana, como todas las otras, es un símbolo que representa la estabilidad y
continuidad de la raza. El mal radica en ella misma; por naturaleza es un ser
“rajado”, abierto. Más, en virtud de un mecanismo de compensación fácilmente
explicable, se hace virtud de su flaqueza original y se crea el mito de la
“sufrida mujer mexicana”.
El
mexicano tiene tanto horror a las apariencias, como amor le profesan sus
demagogos y dirigentes. Por eso se disimula su propio existir hasta
confundirse con los objetos que lo rodean. Y así, por miedo a las apariencias,
se vuelve solo Apariencia. Aparenta ser
otra cosa e incluso prefiere la apariencia de la muerte o del no ser antes que
abrir su intimidad y cambiar. No sólo nos disimulamos a nosotros mismos y nos
hacemos transparentes y fantasmales; también disimulamos la existencia de
nuestros semejantes. Los disimulamos de manera más definitiva y radical: los
ninguneamos. El ninguneo es una operación que consiste en hacer de alguien,
ninguno. Don Nadie padre español de Ninguno, posee don, vientre, honra, cuenta
en el banco y habla con voz fuerte y segura. Don Nadie llena al mundo con su
vacía y vocinglera presencia.
TODOS SANTOS, DÍA DE MUERTOS
El
SOLITARIO mexicano ama las fiestas y las reuniones políticas. Todo es ocasión
para reunirse. Cualquier pretexto es bueno para interrumpir la marcha del
tiempo y celebrar con festejos y ceremonias hombres y acontecimiento. Somos un
pueblo ritual. Son incalculables las fiestas que celebremos y los recursos y
tiempo que gastamos en festejar. La fiesta no es solamente un exceso, un
desperdicio ritual de los bienes penosamente acumulados durante todo el año.
También es una revuelta, una súbita inserción en lo informe, en la vida pura.
A través de las fiestas la sociedad se libera de las normas que se ha
impuesto.
Todos
forman parte de la fiesta, todos se disuelven en su torbellino. Cualquiera que
sea su índole, su carácter, su significado, la fiesta es participación. Este raso la distingue
finalmente de otros fenómenos y ceremonias: laica o religiosa, orgia o saturnal,
la fiesta es un hecho social basado en la activa participación de los
asistentes. Gracias a las fiestas el mexicano se abre, participa, comulga con
sus semejantes y con los valores que dan sentido a su existencia religiosa o política.
Y es significativo que un país tan triste como el nuestro tenga tantas y tan
alegres fiestas. El mexicano no intenta regresa, sino salir de sí mismo, sobre
pasarse. Entre nosotros la fiesta es una explosión, un estallido. Muerte y
vida júbilo y lamento, canto y aullido se alían en nuestros festejos, no para
recrearse o reconocerse, sino para entredevorarse.
La
muerte es intransferible como la vida. Si
no morimos como vivimos es porque realmente no fue nuestra vida la que
vivimos: no nos pertenecía como no nos pertenece la mala suerte que nos mata.
Dime como mueres y te diré quién eres. La muerte mexicana es el espejo de la
vida de los mexicanos. Ante ambas el mexicano se cierra, la ignora.
El
culto a la vida, si de verdad es profundo y total, es también culto a la muerte.
Ambas son inseparables. Una civilización que niega a la muerte, acaba por
negar a la vida. El mexicano, según se ha visto en las descripciones
anteriores, no trasciende su soledad. Al contrario se encierra en ella.
Nuestra impasibilidad recubre la vida con la máscara de la muerte, nuestro
grito desgarra esa máscara y sube al cielo hasta distenderse, romperse y caer
como derrota y silencio. Por ambos caminos el mexicano se cierra al mundo: a
la vida y a la muerte.
LOS HIJOS DE LA MALINCHE
Lo
extraordinario de nuestra situación reside en que no solamente somos
enigmáticos ante los extraños, sino ante nosotros mismos. Un mexicano es un
problema siempre, para otro mexicano y para sí mismo. Las circunstancias
históricas explican nuestro carácter en la medida que nuestro carácter también
las explica a ellas. Ambas son lo mismo.
En
nuestro lenguaje diario hay un grupo de palabras prohibidas, secretas, sin
contenido claro, y cuya mágica ambigüedad confiamos la expresión de las más
brutales o sutiles de nuestras emociones y reacciones. Palabras malditas, que
solo pronunciamos en voz alta cuando no somos dueños de nosotros mismos.
Confusamente reflejan nuestra intimidad: las explosiones de nuestra vitalidad
las iluminan y las depresiones de nuestro ánimo las oscurecen. Esa palabra es
nuestro santo y seña. Por ella y en ella nos reconocemos entre extraños y a
ella acudimos cada vez que aflora nuestros labios la condición de nuestro ser.
Conocerla, usarla, arrojándola al aire como un juguete vistoso o haciéndolo
vibrar como un arma afilada, es una manera de afirmar nuestra mexicanidad.
Toda la angustiosa tensión que nos habita se expresa en una frase que nos
viene a la boca cuando la cólera, la alegría o el entusiasmo nos lleva a
exaltar nuestra condición de mexicanos: ¡Viva México, hijos de la Chingada!
Verdadero grito de guerra, cargado de una electricidad particular, esta frase
es un reto y una afirmación, un disparo, dirigido contra un enemigo imaginario
y una explosión en el aire.
¿Quién
es la Chingada? Ante todo, es la Madre. No una Madre de carne y hueso, sino
una figura mítica. La Chingada es una de las representaciones mexicanas de la
Maternidad, como la Llorona o “la sufrida madre mexicana” que festejamos el
diez de mayo. La Chingada es la madre que ha sufrido, metafórica o realmente,
la acción corrosiva e infamante implícita en el verbo que le da nombre. El
verbo denota violencia, salir de sí mismo y penetrar por la fuerza en otro. Y
también, herir, rasgar, violar –cuerpos, almas, objetos-, destruir. Para el mexicano
la vida es una posibilidad de chingar o de ser chingado. Es decir, de
humillar, castigar y ofender.
La
Chingada es una es la Madre abierta, violada o burlada por la fuerza. El “hijo
de la Chingada” es el engendro de la violación, del rapto o de la burla. El
símbolo de entrega es la Malinche, la amante de Cortes. Es verdad que ella se
da voluntariamente al conquistador, pero éste, apenas deja de serle útil, la
olvida. El niño no perdona a su madre que lo abandone para ir en busca de su
padre, el pueblo no perdona su traición a la Malinche. Los malinchistas son
los partidarios de que México se abra al exterior: los verdaderos hijos de la
Malinche, que es la Chingada en persona. El mexicano no quiere ser ni indio ni
español. Tampoco quiere descender de ellos. Los niega. Y no se afirma en tanto
que mestizo sino como abstracción: es un hombre. Se vuelve hijo de la nada. Él
empieza en sí mismo.
CONQUISTA Y COLONIA
Debe
admitirse que los españoles al llegar a México encontraron civilizaciones
complejas y refinadas. Mesoamérica, esto es, el núcleo de lo que sería más
tarde Nueva España, era un territorio que comprendía el centro y el sur de
México actual y una parte de Centroamérica. La diversidad de los núcleos
indígenas, las rivalidades que los desgarraban, indica que Mesoamérica estaba
constituida por un conjunto de pueblos, naciones y culturas autónomas, con
tradiciones propias. Las sociedades estaban impregnadas de religión. La misma
sociedad azteca era un Estado teocrático y militar. Así, la unificación religiosa antecedía,
completaba o correspondía de alguna manera a la unificación política. Con
diversos nombres, en lenguas distintas, pero con ceremonias, ritos y
significaciones muy parecidos, cada ciudad precortesiana adoraba a dioses cada
vez más semejantes entre sí.
La
llegada de los españoles parece una liberación a los pueblos sometidos por los
aztecas. Los diversos Estados-ciudades se alían a los conquistadores o
contemplan con indiferencia, cuando no con alegría, la caída de cada uno de
sus rivales y en particular del más poderoso: Tenochtitlan. La llegada de los
españoles fue interpretada por Moctezuma –al menos al principio- no tanto como
un peligro “exterior” si no como el acabamiento interno de una era cósmica y
el principio de otra. Los dioses se van por que su tiempo se ha acabado; pero
regresa otro tiempo y con él otros dioses, otra era.
La
monarquía española nace de una violencia: la que los Reyes Católicos y sus
sucesores imponen a la diversidad de pueblos y naciones sometidos a su
dominio. La unidad española fue, y sigue siendo, futuro de la voluntad política
del estado, ajena a la de los elementos que la componen. A pesar de las
contradicciones que la constituyen, la Conquista es un hecho histórico
destinado a crear una unidad de la pluralidad cultural y política
precortesiana. Frente a la variedad de razas, lengua, tendencias y Estados del
mundo prehispánico, los españoles postulan un solo idioma, una sola fe, un
solo señor. Si México nace en el siglo XVI, hay que convenir que es hijo de
una doble violencia imperial y unitaria: la de los aztecas y la de los
españoles.
La
humildad de los dioses y la muerte de los jefes habían dejado al indígena en
una soledad tan completa como difícil de imaginar para un hombre moderno. El
catolicismo le hace reanudar sus lazos con el mundo y el trasmundo. Devuelve
sentido a su presencia en la tierra, alimenta sus esperanzas y justifica su
vida y su muerte. La religión de los indios, como la de casi todo el pueblo
mexicano, era una mezcla de las nuevas y las antiguas creencias. No podía ser
de otro modo, pues el catolicismo fue una religión impuesta. Esta
circunstancia, de la más alta trascendencia desde otro punto de vista, carecía
de interés inmediato para los nuevos creyentes. Lo esencial era que sus relaciones
sociales, humanas y religiosas con el mundo circundante y con lo sagrado se habían
restablecido. Su existencia particular se insertaba en un orden más vasto. No
por simple devoción o servilismo los indios llaman “tatas” a los misioneros y
“madre” a la Virgen de Guadalupe.
DE LA INDEPENDENCIA A LA REVOLUCIÓN
La
independencia se presenta también como un fenómeno de doble significado: disgregación
del cuerpo muerto del Imperio y nacimiento de una pluralidad de nuevos
Estados. Conquista e independencia parecen ser momentos de flujo y reflujo de
una gran ola histórica, que se forma n el siglo XV, se extiende hacia América,
alcanza un momento de hermoso equilibrio en los siglos XVI y XVII y finalmente
se retira, no sin antes dispersarse en mil fragmentos.
Nuestra
Revolución de Independencia es menos brillante, menos rica en ideas y frases
universales y más determinada por las circunstancias locales. Nuestros
caudillos, sacerdotes humildes y oscuros capitanes, no tienen una noción tan
clara de su obra. En cambio, poseen un sentido más profundo de la realidad y
escuchan mejor lo que, a media voz y en cifra, les dice el pueblo. La
ideología liberal y democrática, lejos de expresar nuestra situación histórica
concreta, la ocultaba. La mentira política se instaló en nuestros pueblos casi
constitucionalmente. El daño moral ha sido incalculable y alcanza a zonas muy
profundas de nuestro ser. Nos movemos en la mentira con naturalidad. Durante
más de cien años hemos sufrido regímenes de fuerza, al servicio de las
oligarquías feudales, pero que utilizan
el lenguaje de la libertad. Nuestra Revolución de Independencia jamás
manifiesta las pretensiones de universalidad que son, aun tiempo, la videncia
y la ceguera de Bolívar. Además, los insurgentes vacilan entre la
Independencia (Morelos) y formas modernas de autonomía (Hidalgo). La guerra se
inicia como una protesta contra los abusos de la Metrópoli y de la alta
burocracia española, sí, pero también y sobre todo contra los grandes
latifundistas nativos.
En
1857, México adopta una carta constitucional liberal. Los conservadores apelan
a las armas. Juárez responde con las
leyes de Reforma, que acaban con los “fueros” y destruyen el poder material de
la iglesia. Derrotado, el partido conservador acude al extranjero y, apoyado
por las tropas de Napoleón III, instala en la capital a Maximiliano, segundo
emperador de México. La Reforma consuma la Independencia y le otorga su
verdadera significación, pues plantea el examen de las bases mismas de la
sociedad mexicana y de los supuestos históricos y filosóficos en que se
apoyaban.
Si
la Conquista destruye templos, la colonia erige otros. La Reforma niega la
tradición, más nos ofrecen una imagen universal del hombre. El positivismo no
nos dio nada. En cambio mostró en toda su desnudez a los principios liberales:
hermosas palabras inaplicables.
BIBLIOGRAFÍA
Paz Octavio, El laberinto de
la soledad, Postdata, Vuelta a El laberinto de la Soledad. Fondo de cultura
económica.